Ha sido, sin duda, una de las sorpresas cinematográficas de lo que llevamos de año. Ganadora en Cannes del Premio FIPRESCI y del Gran Premio del Jurado, y del Oscar como Mejor Película de Habla No Inglesa, El Hijo de Saúl ha conseguido cautivar tanto a la crítica especializada como al público. Y no sin razón.
Lo primero que sorprende de El Hijo de Saúl es que se trata de una ópera prima. Su director, el húngaro Làszló Nemes, se estrena con un film personal que muestra una madurez inaudita en un debutante. No es fácil abordar un tema tan manido y susceptible como el de los campos de concentración durante la II Guerra Mundial. Y Nemes lo hace desde la insinuación. No se puede enseñar tanto mostrado menos. La cámara, casi siempre situada detrás de la cabeza del protagonista, aporta subjetividad y realismo, dos de los ingredientes principales para atrapar al público. El espectador enseguida se empapa de la claustrofobia de Saúl, que es subrayada constantemente por el desenfoque de la profundidad de campo.
Mención aparte merece Géza Röhric, el actor que da vida a Saúl. Röhric representa a la perfección, con poco más que su mirada, la figura heróica y humanizada de un hombre cuyo entorno es, ante todo, inhumano. El gran logro de este film, que cuenta con una excelente banda sonora, es contar una historia de esperanza a través del desasosiego y la perturbación. Muy recomendable.